"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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KAOBAN EL CAZADOR

KAOBAN EL CAZADOR © Jordi Sierra i Fabra 1985 0Su puntería era famosa, no sólo en la Punta de Shama, donde vivía, sino en Suskebancalzarminar, a donde acudía para vender las pieles, y también en Joi, en Basaya, en el Valle de los Hielos o el Desierto de Ozcor. No en vano había sido el vencedor en la prueba de tiro al blanco en los cinco últimos Juegos. Cada mañana salía de su cabaña en los montes y con su ballesta al hombro desaparecía en la espesura de los bosques y los riscos de su exuberante tierra. Fuerte y resistente, podía llegar hasta los mismísimos acantilados de Shama. Al anochecer regresaba con su zurrón bien lleno y la comida suficiente para su familia. Nada cambiaba este modo de vida, constante, hermoso y libre, a excepción de las cuatro veces al año en que iba a Suskebancalzarminar y cada cinco cuando participaba en los Juegos. Era feliz. Su nombre: Kaobán. Cierto día, descansando en lo más agreste del acantilado bajo un puro sol, con la placidez misteriosa de las aguas del mar de Ashama muy lejos, a sus pies, en los rompientes de la alta pared vertical que él coronaba, vio un curioso pájaro volando muy lentamente hacia la isla. No cazaba nunca por el placer de matar, pero aquel pájaro le llamó la atención. Jamás había visto un ejemplar igual, y pensó que obtendría un buen precio comerciando con su piel, o con todo él, si lograba disecarlo. Aunque el sol le daba directamente en los ojos, alzó su ballesta, esperó a estar seguro de que no iba a caer al mar, y luego disparó. La flecha voló certera por el cielo hasta converger con el vuelo del animal, y los dos se precipitaron a tierra desde las alturas. Al llegar Kaobán junto al animal se dio cuenta de que no era exactamente un pájaro, sino… una forma, un cuerpo que parecía un pájaro porque tenía alas, cabeza, pico, patas, pero… Algo real sobre algo irreal. El pájaro, o la forma, le vio aproximarse y al arrodillarse Kaobán a su lado le dijo: —Por favor, no acabes conmigo. No podrás comerme y no te serviré de nada ya que si muero… me desvaneceré. Kaobán no le creyó, pero tampoco le remató. El hecho de oírle hablar le detuvo, llenándole de perplejidad. —¿Cómo puedes hablar? —preguntó. —Porque soy un ser especial. Te prometo que si me ayudas… te ayudarás a ti mismo. —¿Cómo? —Sácame la flecha, y podré reemprender el vuelo. A cambio te daré lo que desees. Haré de ti un hombre rico e importante. Kaobán sonrío. —Tengo lo que deseo, y soy feliz con ello. Jamás he querido ser rico y mucho menos importante. Si te salvo será por otra razón: la humanidad. Y es lo que voy a hacer. Nada más terminar de hablar cogió la flecha y con dedos hábiles partió la punta, limó el extremo para que no quedara en él ninguna astilla, y la retiró lentamente, extrayéndola del cuerpo del pájaro—forma. Cuando la flecha le liberó, una leve bruma grisácea fluyó de la herida, que se cicatrizó al momento. Kaobán apenas pudo hacer o decir nada más, porque el extraño ser elevó el vuelo inmediatamente. Dirigiéndose hacia el Inmenso Vacío. Aquel día Kaobán no cazó nada, impresionado por su aventura y lo sorprendente de su hallazgo. Abandonó el acantilado, se encaminó a su casa, y al llegar a ella, al anochecer, se encontró que le esperaba nada menos que al Concejal Principal de Suskebancalzarminar. El Representante de la ciudad de los Cazadores en la Asamblea de Shakanjoisha estaba muriéndose, y el Consejero de Suskebancalzarminar había decidido presentar a Kaobán como candidato a la Asamblea. El Cazador apenas si pudo dar crédito a lo que oía. —¿Yo? Pero… ¿por qué yo? No soy político, ni me interesa serlo. Amo demasiado mi vida y mi libertad para perderla a cambio de convertirme en un ser prisionero de la burocracia, viviendo en Joi. —¡Tú eres un héroe! —justificó el Concejal Principal—. ¡Eres famoso en toda Shakanjoisha! ¿A quién mejor que a ti podemos enviar? Debes prestarle este servicio a tu gente. ¡Ningún ser humano puede negarse ante tal deber y tal honor! Kaobán miró a su familia, su esposa y sus hijos. Tal vez fuese una buena oportunidad para todos, sin embargo… Iba a decir que no, que no podía, y un murmullo fuera de su cabaña le detuvo. Abrió la puerta y por el camino, a través de la explanada que formaba una meseta declinando hacia el valle, vio a decenas de personas, amigos y desconocidos. Rodeaban su casa, como si hubieran surgido de la nada, y al verle le vitorearon. —Ha corrido la voz con la decisión del Consejo —dijo el Concejal Principal—. ¿Vas a decirles a ellos lo mismo que a mí? Kaobán conocía la miel de los aplausos y las aclamaciones, por sus victorias en los Juegos. Aquello era distinto. Se trataba de traicionar una confianza, manteniendo el egoísmo de negarse a servir a su comunidad, o aceptar su nuevo destino. La elección quedó sellada. Los ojos de Kaobán perdieron la luz de sus bosques y el color verde de su horizonte, para participar de la vida mundana y diferente de Joi. Escuelas para sus hijos, una hermosa casa para su esposa, y para él un trabajo delicado en la Asamblea, en la cual su inexperiencia no pasó desapercibida. Todos aquellos que buscaban el poder en las sombras, apoyándose en la intriga, sabían que un infeliz, un ser inocente y puro, era totalmente manipulable caso de ganarlo para su caso. No obstante, poco pudo hacer Kaobán en la Asamblea ya que a las dos semanas de su llegada a Joi murió uno de los Doce Justos, y una voz clamó en la sala para que él ocupase su lugar. Kaobán ni siquiera pudo esta vez abrir la boca. Una aclamación le convirtió en miembro de los Doce Justos. Cuanto más poderoso era, más manipulable se convertía a los ojos de quienes intrigaban y ejercían su influjo sibilino. Kaobán, responsable e impresionado por los acontecimientos, era ajeno a ello. Dos semanas después de formar parte de los Doce Justos, fue el mismo Presidente de la Asamblea, el Treceavo Justo, el que murió súbitamente dejando a Shakanjoisha sin su cabeza visible. Y por tercera vez el ánimo popular señaló un nombre como sucesor: —¡Kaobán! ¡Pobre Kaobán! En cuatro semanas había dejado su mundo no ya para convertirse en una persona distinta, sino para alcanzar el más alto cargo en la estructura social de Shakanjoisha. Ni sus palabras, alegando la falta de experiencia, ni su honestidad, suplicando mayor cordura, sirvieron para nada. Deber, honor, lealtad, obligación… Su camino se hallaba marcado por un horizonte inalterable, y él lo andaba prisionero, irremisible, de las extrañas circunstancias que lo pusieron en tal coyuntura. El peso de tanta responsabilidad comenzó a caer sobre él desde el primer momento. Dictaba una ley que le parecía justa y unos se quejaban. Dictaba otra para compensar y los primeros se enfadaban. Promulgaba, valoraba, ejercía y sobre todo… escuchaba, escuchaba demasiado. Triste, añorando sus bosques, lleno de problemas y sin saber como ser un buen Presidente, comprendió lo difícil que era ejercer el mando y mesurar el poder. Una tarde, en el jardín de su casa, cogió su vieja ballesta para animarse un poco y ejercitó su puntería disparando a un blanco. Ni uno solo de sus lanzamientos fue bueno. Con el último, que pasó a más de un metro de la diana, recordó al curioso pájaro—forma del día en que comenzaron sus males, y entonces se dijo que él y sólo él tenía la clave de cuanto le sucedía. Al día siguiente abandonó Joi y se marchó a la Punta de Shama, a su casa, su bosque y el acantilado sobre el cual todo había sucedido. Kaobán se sentó en la misma roca de la primera vez y esperó. Esperó un día, dos, tres… Esperó una semana, dos… La Asamblea en pleno, alarmada, fue a verle a la Punta de Shama, para rogarle que regresase a Joi, donde tantos y tantos asuntos urgentes requerían su visto bueno, su beneplácito, su firma o su ulterior variación. Kaobán se mantuvo firme. —No regresaré hasta haber averiguado algo. —¿Cuánto puede tardar eso? —quisieron saber los miembros de la Asamblea. —No lo sé. Se fueron, desalentados, y Kaobán se quedó solo en lo alto del acantilado, de nuevo una semana, dos, y hasta tres. Creía que jamás volvería a ver al pájaro y pensaba que tendría que regresar de vacío, cuando una mañana vio su figura volando a gran altura, recortándose vagamente contra el cielo azul. Nervioso y tenso por lo que podía ser su gran oportunidad, cargó la ballesta y disparó en su dirección. La primera flecha no llegó a subir tanto como el pájaro. La segunda pasó muy lejos. La tercera todavía más. Kaobán vació su carcaj hasta que con la última flecha en las manos cayó de rodillas al suelo, llorando. El pájaro se aproximó entonces a él, moviendo sus alas a escasa distancia. Su forma inconcreta y misteriosa, gris, no parecía peligrosa, ni tampoco su voz. —¿Por qué me has disparado? —le preguntó al Cazador. Kaobán elevó la cabeza. Los ojos del pájaro—forma dibujaron trazos de tristeza en torno a su grisácea faz. —Te dije que no quería nada —dijo Kaobán—. ¿Por qué tuviste que recompensarme? —Yo no te di nada —alegó el pájaro. Kaobán apretó los puños, furioso. —¡Mientes! —gritó—. Tú vienes del Inmenso Vacío. Queríais a un tonto en el poder para así debilitarnos. ¡Niégame que estas son vuestras intenciones! —Te equivocas. Ni siquiera te hubiera podido dar nada. Lo dije para que me ayudaras. Sea lo que sea lo que te haya sucedido, ten por seguro que era parte de tu destino. —No puedo creerte: vives en el Inmenso Vacío. —Sí, vivo allí, pero yo no tengo la culpa. Nadie escoge donde nacer ni donde vivir. —¡Devuélveme mi libertad! ¡Déjame ser de nuevo lo que era antes! El pájaro mantenía su misma posición, sosteniéndose en el aire igual que una gran cometa. Cada vez estaba más triste. —No soy más que un pájaro —aseguró. —¡No eres un pájaro! —gritó Kaobán— ¡Eres una maldita forma que…! No encontró palabras para expresar su desconsuelo, y la furia que anidaba en su pecho se convirtió en ira. La ira dio paso al odio. De pronto levantó la ballesta con la última flecha todavía sujeta en ella y sin necesidad de apuntar disparó. La flecha saltó firme y veloz, hundiéndose en el cuerpo del animal. La suya fue una lucha inútil puesto que con el dardo clavado no podía volar. Cayó pesadamente a los pies del Cazador. Los dos se miraron con intenciones bien distintas. El triunfo, en los ojos de Kaobán, se veía empañado por el remordimiento de su acto. El dolor y la derrota, en los grises ojos del pájaro, reflejaban un tono de incomprensión y desdicha. Lo irremediable de la situación les envolvió a ambos. —Te quitaré la flecha, como la otra vez, si me ayudas. ¿De acuerdo? —dijo Kaobán. El pájaro—forma no lo dudó ni un instante. —De acuerdo: quítamela y volverás a ser un simple cazador. —¿Y lo que has dicho antes del destino? —tanteó Kaobán. El animal cerró los ojos. La flecha estaba hundida en mitad de su pecho, en un punto mucho más sensible y mortal que la vez anterior. Sus alas estaban abiertas, patéticamente, extendiéndose sobre las rocas del acantilado. Su forma de pájaro parecía a punto de borrarse, cambiar, desvanecerse… —¿Qué quieres que te diga? —suspiró—. Si te digo que antes decía la verdad me dejarías morir, y si te digo que la verdad es ahora, y que salvándome recobraras tu anterior vida… Me parece que la decisión es tuya. Deberás creer lo que más te convenga. —¿Y si no puedo? —preguntó. —De todas formas habrás de decidir algo: si me salvas o me dejas morir. El Cazador se sintió acorralado. No esperaba nada de todo aquello. Se puso en pie, nuevamente furioso. —¡Está bien, maldito estúpido! Dio un par de pasos, dándole la espada a su víctima, pero sus piernas se negaron a dar el tercero. Giró el cuerpo y le miró. El pájaro—forma perdía el gris de su color y las extremidades de sus plumas comenzaban a desvanecerse. Los ojos eran suplicantes. Fueron ellos los que le obligaron a reaccionar. Desanduvo lo andado y se arrodilló a su lado. Rompió el extremo de la flecha, que asomaba por el dorso, limó las astillas, y luego le quitó el dardo por el pecho. Un poco de bruma grisácea surgió de la herida antes de que ésta se cerrase por completo. El animal movió sus alas, firmes de nuevo, y ganó una breve altura inmediatamente. Su debilidad se esfumó con el movimiento. —No puedo dejar de volar jamás ¿sabes? —dijo con evidente alivio—. Ese es mi destino, como cualquiera tiene el suyo. Kaobán estaba triste. No había conseguido nada. —No volveré a acercarme a estas costas —aseguró el pájaro—forma. Luego le miró fijamente y dijo—: Lo siento. Iba a reemprender su vuelo cuando Kaobán le detuvo. —Espera… ¿me dirás ahora cual era la verdad? El extraño ser pareció meditarlo un largo instante, hasta que agitó sus alas y dio un giro de trescientos sesenta grados, volando en dirección al Inmenso Vacío. —¡Por favor, dímelo! ¿Cuál era la verdad? —le gritó el Cazador al ver como se alejaba. Y desde la distancia le llegó la voz del pájaro—forma. —Es una importante decisión decírtelo, porque sólo hay una verdad, y tal vez no sea la que tú quieras escuchar. No es menos evidente que yo solo soy un pájaro, no un hombre como tú. Me has salvado la vida por dos veces y la mejor forma que tengo de agradecértelo es dejar que seas tu mismo quien lo decida. Kaobán no pudo volver a hablar. El pájaro—forma iba a gran velocidad y ya no era más que un punto oscuro sobre el horizonte gris de la bruma que rodeaba al Inmenso Vacío. Al anochecer optó por reemprender el camino de regreso y aquella noche durmió en su cabaña, asolado por sueños y pesadillas, ideas positivas y negativas. No tenía una respuesta clara, pero el ser, fuese quien fuese, tenía razón en algo: le tocaba a él tomar una decisión final. El destino estaba en sus manos. Podía renunciar y volver a su mundo o aceptar el reto que le imponía ese destino, fuesen cuales fuesen las circunstancias que le hubiesen llevado a él. Llegó a Joi sin una idea demasiado clara pero nada más poner un pie en la sala de la Asamblea, donde el trabajo amontonado esperaba, se dijo que primero debía de ser justo con su responsabilidad, y actualizar los compromisos pasados, demorados por su ausencia. Aquel día tomó una docena de decisiones y resoluciones, a cual más importante, y por vez primera no quiso prestar atención a quienes pululaban por su alrededor silbándole en las orejas. Al día siguiente firmó varias leyes y debatió en la Asamblea dos proyectos muy especiales. Al tercero se encerró en su despacho del Palacio de la Asamblea, solo, para meditar en torno a un plan de asistencias médicas. En una semana el trabajo amontonado durante su ausencia quedó resuelto. Para bien o para mal, las decisiones estaban tomadas, y respondían al puesto que ocupaba y a la confianza que se había depositado en él. La Asamblea fue la primera en darse cuenta del cambio. Después fue la gente, Shakanjoisha en pleno. Y Kaobán dejó de pensar en sus adorados bosques y su libertad, al menos en el sentido en que lo hacía antes. Una o dos veces al año se tomaba unos días de descanso y se refugiaba en su cabaña, cazaba y recobraba energías, pero después volvía a Joi, a ejercer su cargo, respetando la voluntad popular y respaldando la confianza depositada en él. En muy poco tiempo los intrigantes desaparecieron (al menos por unos años) de la Asamblea, y el mandato de Kaobán se convirtió en uno de los más brillantes de la historia de Shakanjoisha. Al morir, quizás movido por la fabulación del pueblo o por la leyenda, se dijo que un gran pájaro gris, de extraña forma, voló por encima de su tumba durante varios días, hasta que se convirtió en una nube que dejó caer una suave lluvia sobre ella… Puede que no fuese un pájaro, sino una nube. O las dos cosas a la vez, o ninguna. Pero desde luego llovió.

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